sábado, 26 de marzo de 2016

La Virgen de la Merced

Me ha mirado.
La Virgen de La Merced me ha mirado.
Sus ojos han traspasado mi piel
y he sentido sus lágrimas.
Lágrimas que recorrían sus mejillas
y desembocaban en su boca,
produciéndole quizás un sabor amargo.
Y he saboreado amargamente sus lágrimas.
Lágrimas de verdad.

Tenía la mirada perdida,
pero yo sabía que se dirigía a mí.
Que me estaba hablando a mí.
Ambas sabíamos que San Juan le estaba consolando,
pero ninguna le estaba escuchando.
Porque la Virgen de la Merced me ha hablado.
Y se dirigía a mí.
Sólo a mí.
No le hablaba a sus nazarenos
ni penitentes.
Me hablaba a mí.
Sevilla la estaba mirando
en pleno silencio
entre la oscura noche
ante la atenta mirada de la luna
que, discreta, había aparecido
a lo alto del cielo
coronando a su Virgen de La Merced
con un ápice de destello.
Pero ella me estaba mirando a mí.

Y yo, sintiendo que podía ser escuchada,
sintiendo su mano tendida hacia mí,
la miré
y le hablé
y le pedí.
¡Cuánto le pedí!
Le pedí un poco de justicia,
de comprensión,
de amor,
de libertad
que pudiese cambiar este mundo
que nosotros mismos habíamos creado,
que destruyese la guerra
y crease la paz.
Que ella era la Virgen de la Merced,
que ella lo podía cambiar.

Entonces, fue cuando me contestó.
Cuando sentí que su boca entreabierta
me estaba hablando
entre llantos
desesperados.
En ese momento me di cuenta
que la Virgen no lloraba por otra cosa
que no fuese
por la situación actual.
Por el mundo que habíamos creado.
Que la Virgen lloraba
por todas las injusticias,
las inhumanidades
que estaban sucediendo.
Por todas las penas
que estaban ocurriendo.
Que la Virgen lloraba
porque sentía que todo se había desmoronado,
que este mundo se nos estaba yendo de las manos.
Y claro que se nos estaba yendo de
las manos.

Y me pidió,
me suplicó
que hiciera todo lo posible
por cambiar el mundo.
Y me explicó
que ella no podía hacer nada.
Lloraba.
La Virgen de la Merced lloraba.
Y me lloraba.
Ay, como lloraba.

Y entonces me di cuenta
de que,
bajo ese mantón
brillante,
poderoso,
lleno de grandeza
y fuerza,
se escondía
una mujer
débil,
frágil,
diminuta.
Una mujer
que lloraba amargamente
ante los malos tiempos,
ante la mirada de la luna llena,
ante los ojos de su Sevilla bella.
Una mujer como yo.
Y es que me sentía a mí misma.

Y no.
No era sólo una estatua.
Era una persona.
Fuerte,
pero frágil.
Una persona como cualquier otra.
La Virgen de la Merced era una mujer.
Una mujer luchadora,
pero como cualquier otra
se cansaba.
Se sentía agotada.
Una mujer que lloraba
de impotencia.

Y entonces me di cuenta
que si me había tendido la mano
no era para ayudarme,
era para ser ayudada.
Para que entendiera
que ella era una persona
como cualquier otra.

Me ha mirado.
La Virgen de la Merced me ha mirado.
Sevilla la estaba mirando
y ella estaba llorando.
Y yo estoy llorando.
Y es que me ha mirado.
La Virgen de la Merced me ha mirado.

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