viernes, 8 de julio de 2016

Te odio. Te quiero.

Te echo de menos.
No sabes cuánto te echo de menos.
He roto los versos
que te he escrito
todo este tiempo.
Los he roto
porque no quiero 
volver a leerlos.
Porque cada vez que los leo
la voz se me quiebra
y las lágrimas saltan de mis ojos
y no quiero.

No soy tuya.
No sé cuántas veces
lo habré repetido
por las noches
para poder dormir.
No soy tuya.
Ni mis labios
quieren juntarse con los tuyos
por más que mi boca
se acerque a ti.

No soy tuya.
Las manos tiemblan
porque tengo mal pulso.
De verdad.
Y los ojos están rojos
porque se me ha metido
un poco de nostalgia en ellos.
Nada más.

Te odio.
De verdad te lo digo.
Te odio.
Odio esa manera que tienes
de controlar mi cuerpo
y asfixiar a mi corazón
que de tantas lágrimas
va a acabar ahogado.
Joder, te odio.
No quiero hablar de ti.
Odio esa manera que tienes
de mirarme
y tu sonrisa.
Odio tu risa.
Odio tus manos
cuando agarran a las mías.
Te odio.

Estoy sentada en una esquina.
El cuarto está en penumbra,
aunque no tanto como yo.
Estoy intentando encontrar comprensión
en unas líneas de un poema
de Neruda
y ni siquiera mi poeta favorito
puede consolarme,
aunque sólo sea con rimas.

Se me llenan los ojos de lágrimas.
No, joder.
Hay que ser fuerte.
Hay que seguir escribiendo.
No podemos acabar en un caos
sin haber terminado el verso.
Te odio,
pero ¿sabes qué?
Te quiero.

jueves, 7 de julio de 2016

El amor no entiende de límites

Enciende la radio. Se escucha un piano. Empieza la música y Eduard me da su mano para invitarme a bailar. No estamos en un local, estamos en un sitio más íntimo. Un jardín. He terminado quitándome los tacones y mis pies están rodeados de flores silvestres que me acarician los tobillos. Mi cuerpo se balancea al ritmo de la música siguiendo los pasos de Eduard. Me agarra de la mano y me impulsa. Comienzo a dar vueltas riendo sin parar ante la atenta mirada de la luna llena que parece esbozar también una sonrisa. Freno cuando noto los dedos de Eduard sujetándome suavemente la cadera. Y le miro. Y me mira. Entonces, me susurra al oído que estoy preciosa y yo sonrío tímidamente. Toca mis mejillas de forma delicada como si tuviese miedo a romperme en pedazos, como si tuviese miedo a que yo fuera de cristal. La brisa me despeina y trato de peinarme otra vez. Pero él me para. Me dice que le encanta mi pelo despeinado porque lo mejor de la belleza es la naturalidad. Acerca su boca a la mía. Siento su respiración agitada y los latidos de su corazón. Me echo hacia atrás, pero él me rodea con sus brazos y me pide:
- No te vayas todavía. Quiero saber a qué sabe el carmín de tus labios.

Y cuando me va a besar, veo que sus ojos verdes desaparecen y le grito. Le ordeno que no se vaya, por favor, que no se vaya.
- ¡Te quiero, Eduard! - grito, pero no hallo respuesta.
Se ha ido.

Despierto. Me encuentro en una fría habitación con los ojos llorosos y las manos temblorosas. Me pregunto dónde está Eduard. Primero, observo a mi alrededor. Estoy en un hospital. ¿Por qué? De repente, recuerdo. Estoy en un hospital porque he tenido un accidente de tráfico. Pues claro, es eso. He tenido un accidente. Eduard conducía y yo tarareaba las canciones de la radio. Un coche. Un coche se cruzó y Eduard perdió el control. Nos chocamos.

Eduard está en la habitación de al lado. Eduard está en la habitación... ¿Vivo? No, no quiero que desaparezca como en mi sueño. No, por favor.

- ¡Enfermera! ¡Ayúdeme, enfermera! ¡Ayúdeme, por favor! ¡Enfermera!
La enfermera llega corriendo.
- ¿Qué le ocurre, señora?
- Mi marido... Enfermera, ¿mi marido está bien?

La enfermera me pide que me tranquilice. Sin embargo, yo no le hago caso.
- Enfermera, dígamelo, por favor. ¿Está vivo?
- Sí, señora. Lo está.

Suspiro de alivio.
- Gracias a Dios.
- Pero, señora... Pero... - la enfermera se pone nerviosa.
- ¿Qué ocurre? Dígamelo.
- Su marido...
- ¿Qué le pasa a Eduard?

Me mira con ojos tristes y responde casi en un susurro:
- Está en coma.

Y, en ese momento, me desmayo.

lunes, 4 de julio de 2016

Versos que probablemente nunca leas

He escrito tantos versos
hablando de la sucesión de besos
que nos dimos
en Puerta de Jerez,
escuchando la lluvia caer,
entre el frío de fuera
y el calor de tu piel,
que ya no se me ocurre
de qué hablar,
porque hay tantas cosas
que decir de tu mirada
que se me acaban las palabras
y mis manos están cansadas
de escribirte
para que ya no me vuelvas a leer.

Me escondí.
Me tapé con unos brazos
que no eran los tuyos
y me hallé en unos besos
que no sabían a ti.
Y me enamoré.
Me enamoré
de su parecer,
de sus ojos miel,
de todas esas maneras
que tenía
de hacerme sentir bien.
Y me olvidé.
Me olvidé
de Puerta de Jerez,
de tu risa
y de todas esas malditas tonterías
que me hacían sonreír.

Pero tú sigues paseándote
por aquí
porque yo nunca me atreví
a soltar a los perros
ya que yo lo que quería
era ser la única
que te mordiese a ti.
Y todavía sigues
por aquí
y yo no me atrevo
a decirte que te vayas,
por razones que desconozco
o que quiero desconocer.

Andas por mi mente,
inundando todo de nostalgia
y de un ''no saber hacia dónde ir''
porque tus besos eran mi única salida
y ya no puedo seguir.
Me hallo en un camino
que termina en un muro
de angustias;
mis manos no consiguen escalar
porque últimamente
tiemblan demasiado
y mis pies están cansados
de correr detrás de ti.

Porque sí, es cierto.
Soy yo la que corro detrás de ti
para no correrme
pensando en los lunares
de tu espalda
que formaban constelaciones
porque tu sonrisa brilla más
que todas las estrellas
de la Vía Láctea.
Sí, soy yo.
La que ando escribiéndote versos
confiando en que un día de éstos,
pases y leas uno de ellos.

Sé que no debería decírtelo,
pero a veces
-por no decir siempre-
te echo de menos.