jueves, 7 de julio de 2016

El amor no entiende de límites

Enciende la radio. Se escucha un piano. Empieza la música y Eduard me da su mano para invitarme a bailar. No estamos en un local, estamos en un sitio más íntimo. Un jardín. He terminado quitándome los tacones y mis pies están rodeados de flores silvestres que me acarician los tobillos. Mi cuerpo se balancea al ritmo de la música siguiendo los pasos de Eduard. Me agarra de la mano y me impulsa. Comienzo a dar vueltas riendo sin parar ante la atenta mirada de la luna llena que parece esbozar también una sonrisa. Freno cuando noto los dedos de Eduard sujetándome suavemente la cadera. Y le miro. Y me mira. Entonces, me susurra al oído que estoy preciosa y yo sonrío tímidamente. Toca mis mejillas de forma delicada como si tuviese miedo a romperme en pedazos, como si tuviese miedo a que yo fuera de cristal. La brisa me despeina y trato de peinarme otra vez. Pero él me para. Me dice que le encanta mi pelo despeinado porque lo mejor de la belleza es la naturalidad. Acerca su boca a la mía. Siento su respiración agitada y los latidos de su corazón. Me echo hacia atrás, pero él me rodea con sus brazos y me pide:
- No te vayas todavía. Quiero saber a qué sabe el carmín de tus labios.

Y cuando me va a besar, veo que sus ojos verdes desaparecen y le grito. Le ordeno que no se vaya, por favor, que no se vaya.
- ¡Te quiero, Eduard! - grito, pero no hallo respuesta.
Se ha ido.

Despierto. Me encuentro en una fría habitación con los ojos llorosos y las manos temblorosas. Me pregunto dónde está Eduard. Primero, observo a mi alrededor. Estoy en un hospital. ¿Por qué? De repente, recuerdo. Estoy en un hospital porque he tenido un accidente de tráfico. Pues claro, es eso. He tenido un accidente. Eduard conducía y yo tarareaba las canciones de la radio. Un coche. Un coche se cruzó y Eduard perdió el control. Nos chocamos.

Eduard está en la habitación de al lado. Eduard está en la habitación... ¿Vivo? No, no quiero que desaparezca como en mi sueño. No, por favor.

- ¡Enfermera! ¡Ayúdeme, enfermera! ¡Ayúdeme, por favor! ¡Enfermera!
La enfermera llega corriendo.
- ¿Qué le ocurre, señora?
- Mi marido... Enfermera, ¿mi marido está bien?

La enfermera me pide que me tranquilice. Sin embargo, yo no le hago caso.
- Enfermera, dígamelo, por favor. ¿Está vivo?
- Sí, señora. Lo está.

Suspiro de alivio.
- Gracias a Dios.
- Pero, señora... Pero... - la enfermera se pone nerviosa.
- ¿Qué ocurre? Dígamelo.
- Su marido...
- ¿Qué le pasa a Eduard?

Me mira con ojos tristes y responde casi en un susurro:
- Está en coma.

Y, en ese momento, me desmayo.

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