martes, 26 de abril de 2016

No sabe qué hacer

No sabe qué hacer. Pues claro que no lo sabe. Ha dado tantas vueltas, mirando el reloj nerviosa, mordiéndose el labio inferior hasta que ha derramado sangre. Ha insistido en lo de siempre. Ha intentado ser fuerte. Y no ha hallado razones para seguir hacia delante. Salvo que le ama. Pero, ¿dónde está ella? ¿Dónde está su futuro? ¿Tener hijos? ¿De verdad? Ella nunca compartió esas ideas. Ella es una literata. Ella es escritora. Ella es de las que crean palabras y no besos. De las que escriben poemas sin nunca enamorarse. De las que recorrerían Venecia a solas y cantaría canciones sin pensar en nadie. Sólo en las palabras, en los versos, en las rimas. Sólo en los cuentos, en las historias y leyendas que se cuentan entre las diferentes culturas del mundo. Ella no piensa en novios. Piensa en ella. No es de nadie. Es suya. Su corazón le pertenece a ella y nunca le gustó el término media naranja. Porque ella es una naranja entera. Ella es libre y no tiene tiempo de enredarse entre las clavículas de nadie. No tiene tiempo de introducirse en aquellos berenjenales porque ella bien sabe que siempre acaban mal. Porque ella escribe sobre llantos, palabras desconcertantes y despedidas de amor.

Anda desorbitada, sin mirar a nadie en concreto y, a la vez, mirándolo todo. Camina con pasos rápidos y constantes. Sólo se para cuando quiere mirar el reloj. Y cuando se da cuenta de que sólo han pasado diez segundos desde la última vez que lo miró, vuelve a despeinarse de forma inquieta y a caminar de un lado a otro sin rumbo concreto.
De repente, escucha una voz masculina:
- ¡María! - exclama Daniel y, velozmente, le da un abrazo. Después, le zampa un beso en los labios de esos que te hacen perder la noción del tiempo. Y eso que llevaba una hora mirando el reloj.
- Hola... - susurra ella, desconcertada después del inesperado saludo.
- Siento haber llegado tarde. El metro ha tardado más de lo esperado.
- No importa - le dice ella dulcemente.
Y sin entender muy bien el motivo, le devuelve el beso, pero esta vez más apasionado.

Cuando separan sus labios, él no puede ocultar su felicidad. En su rostro, hay dibujada una sonrisa brillante y desgraciadamente preciosa. Ella trata de no sonreír, pero es que también siente un júbilo tremendo. El corazón le va a mil por hora y se sonroja cada vez que él la mira fijamente. Se siente tonta, pero feliz.
- ¿Entramos? - pregunta Daniel señalando un restaurante muy prestigiado.
- Sí, claro - contesta María.

Abren la puerta y se introducen en aquel maravilloso lugar. Le llaman ''le exquisiteness'', que en español significa la exquisitez. No hace falta ser un experto para saber por qué le han puesto ese nombre. Las mesas de cristal van acompañadas de sillas (por no decir sillones) burdeos decorados con hilos de oro en las esquinas del cojín. En el techo cuelga una lámpara de cristal y el olor a rosas inunda la sala produciendo en el cliente una inevitable sensación de comodidad y relajación. Música jazz para enriquecer el ambiente. Camareros vestidos con chaqueta y corbata. Y mucha, mucha comida.

Se sientan en la mesa más cercana a la ventana. Ambos comen y charlan sobre todo salvo asuntos de política entre risas y miradas de amor. Ella nunca se ha sentido tan cómoda y, no sólo por el lugar, sino también por la persona. Él no para de sonreír. Los dos disfrutan de la comida y de la compañía mutua. Pero hay algo que falla. Ella quiere dejarle las cosas claras. No quiere enamorarse. No está hecha para eso. Está hecha para la literatura, no para las relaciones. Y menos sabiendo que esas cosas siempre acaban mal. Sin embargo, se siente tan segura y libre, que no quiere hablar del tema. Ni siquiera se le pasa por la cabeza. Ni siquiera lo recuerda. Hasta que él le hace recordarlo.

Cuando llega la cuenta, el camarero les ofrece una copa de vino a cuenta de la casa y ambos acceden. Después de beber el vino, él abre la boca. Carraspea. La cierra, pero luego vuelve a abrirla. Y no dice nada. Las palabras no le salen.
- ¿Te ocurre algo? - le pregunta María, preocupada.
- No... Bueno... Sí... - tartamudea.
- A ver. Dime.

En ese instante, con las manos temblorosas y el sudor cayendo de su frente, Daniel saca algo de su bolsillo y se lo muestra. Es un anillo. Sonríe, nervioso, y se pone de rodillas. Ambos saben lo que viene ahora:
- María Torres Martínez, ¿quieres casarte conmigo?

Ella no sabe qué decir. Se levanta y parece que le va a abrazar. Él abre los brazos, convencido de que ella también le ama. Pero, para su sorpresa, ella comienza a correr y sale del local, dejando a Daniel con un anillo en las manos y el corazón roto.

Ahora María sí que no sabe qué hacer.

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